martes, 19 de enero de 2016

'Los odiosos ocho', Quentin Tarantino

Al comienzo de la Los odiosos ocho (The hateful eight, Quentin Tarantino, 2015), el cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) lleva a la forajida Daisy Domergue (Jenifer Jason Leight) en diligencia rumbo al pueblo de Red Rock para ser juzgada y ahorcada. En el camino, huyendo de una ominosa ventisca, se cruzan con el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) que, dirigiéndose al mismo lugar, solicita un lugar en la diligencia. Ruth va a recibir 15000 dólares por Domergue y eso le hace estar algo suspicaz hacia todo aquel con quien se cruza, no vaya a ser que le arrebaten el premio. Esta situación da lugar a una de esas escenas tan del gusto de Tarantino en la que Russell dentro y Jackson fuera se enzarzan en un largo diálogo mientras la cámara se fija en aquellos gestos que otras cámaras hubieran pasado por alto  –cf. para el simple hecho de dejar las armas en el suelo, Samuel L Jackson, da media vuelta, da sus buenos pasos hacia una roca, gira, las deja sobre ella, se le cruza su propia bufanda, vuelve a girar y vuelve a desandar los mismos pasos hacia la diligencia, casi un minuto que otro director hubiera saldado en 10 segundos-. Algo después, y tras varios minutos de diálogo entre Russell, Jackson y Leight en el interior de la diligencia, vuelven a cruzarse con otro hombre solitario en el camino que también solicita asilo en el vehículo. No hay elipsis que valga. El proceso vuelve a ocurrir, y Tarantino lo filma de nuevo como si fuera la primera vez. Tras media hora de película, la trama apenas ha avanzado. Ha sido media hora dedicada a la construcción de personajes, pero sobre todo ha sido media hora dedicada a hacer lo que a Tarantino más le gusta, meter a varias personas en un pequeño espacio y ponerlas a hablar. La película continúa hasta el final, y tras tres horas de metraje queda la sensación de llevar un rato tomando una cerveza con Tarantino mientras te cuenta sus filias.


Quentin Tarantino ha llegado al punto de rodar las películas que quiere rodar sin plantearse demasiadas cosas más. No se aprecia en su cine ninguna reflexión sobre los intereses del público a la hora de planificar sus películas. Filma lo que le apetece filmar y como le apetece filmarlo. Con la ayuda de sus sospechosos habituales (además de Russell y Jackson, también rondan por ahí Tim Roth, Michael Madsen, Walton Goggins, Bruce Dern, James Parks o Zoë Bell) escribe un guión que está más cercano al espíritu del teatro que al del cine y se da el gusto sin ninguna otra razón de peso de rodarlo en “gloriosos 70 mm” con todos los quebraderos de cabeza que ello lleva hoy en día para rodar y para proyectar. Cada escena de la película está salida de la mente del director sin pasar por ningún otro filtro. Al final, qué puede ser más puro Tarantino que una película que transcurre casi enteramente dentro de cuatro paredes con 8 personajes encerrados en ellas a la fuerza. Tarantino se recrea en su cine, largos soliloquios, miradas eternas, planos que mueren un segundo antes de pasar a ser demasiado largos y en ningún momento se detiene a plantearse si el espectador le seguirá en su camino. Él hace lo que quiere hacer, y los demás que actúen en consecuencia. Su cine está hecho desde el amor del cinéfago no desde la racionalidad del cinéfilo. Y para disfrutarlo hay que aceptarlo.


Pero eso no quiere decir que Tarantino no se permita jugar un poco con el espectador –desde el guión eso sí, no desde la cámara-. Desde lo tramposo de su título, -por cierto que el título original, The hateful eight tiene una bonita analogía con el de Los siete magníficos (The magnificent seven, John Sturges, 1970) añadiendo además una capa más de significado a la película. Claro, todo esto se pierde en la equivocada traducción al español- hasta lo engañoso del género, Los odiosos ocho está más cerca de los diez negritos de Agatha Christie que de Django Desencadenado (Django Unchained, Tarantino, 2012) y es una de las cosas que la hace más interesante. La cinta pronto se convierte en un whodunit, con pinceladas de procedimental, manteniendo el western solo en la ambientación y en la caracterización de personajes. Esto último por supuesto, lo es todo en una película que acontece casi en su totalidad en una cabaña aislada por una ventisca. Las dinámicas que se crean en la contraposición de unos personajes sobre otros más el misterio de quién de los allí presentes no es quién dice ser son la clave de toda la película y el motivo de que se sostenga durante tres horas sin decaer ni un minuto. Habría que ver qué directores hoy en día –o guionistas- son capaces de mantener el interés durante tres horas prácticamente solo a base del diálogo entre personajes.


Dos tercios de la película se dedican a preparar la acción, y cuando llega no defrauda. No grandes y elaboradas set pieces, si no acción entrecortada, que mana con rabia de la película como a borbotones. Cada disparo tiene su consecuencia, y Tarantino se regodea mostrándola. Cada ronda de disparos va seguida de un nuevo statu quo en la habitación que vuelve a establecerse antes de dejar libres de nuevo los revólveres. Y lo mejor es que no hay forma de saber qué va a llegar a continuación. Tarantino continúa haciendo trampas durante todo el metraje para romper las expectativas del espectador e incluso hace uso de la propia estructura narrativa para ello –no es nada nuevo, este recurso lo lleva utilizando desde sus primeras películas-. Los odiosos ocho, y el cine de Tarantino en general, es visceral, apela a esa parte del cerebro que está escondida en un rincón oscuro, alejada de la racionalidad, no admite medias tintas. O te gusta, o lo odias. Tienes que estar en la misma longitud de onda que su director. Pero si lo estás, Los odiosos ocho son tres horas de puro cine destilado al 99%.

lunes, 11 de enero de 2016

'Star Wars: El despertar de la Fuerza', reconstruyendo el pasado

[Advertencia: En el presente texto se revelan detalles importantes de la trama de la película]

Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, JJ Abrams, 2015) era una película difícil de sacar adelante. Con un nivel de expectación y de presión pocas veces visto, parecía una tarea imposible poder contentar a todo el mundo. Iba a ser criticada desde todos los ámbitos y además tenía que ser una película sólida económica y artisticamente que asegurara el futuro de una franquicia que, antes del estreno de esta película, ya tenía firmado el estreno de otras cuatro películas en años próximos. El nivel de riesgo asumible era limitado. Esto, unido al éxito de varias películas que se han estrenado este año y cuya estructura era una mezcla entre secuela y remake como Jurassic World (Id, Jonathan Trevorrow, 2015) o Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, George Miller, 2015) –incluso podríamos meter aquí otras películas que de forma menos destacada han seguido también una fómula de regreso a los inicios como Misión Imposible: Nación Secreta (Mission: Impossible – Rogue Nation, Christopher McQuarrie, 2015) – hacen lógica la decisión de Disney de seguir la misma estela con la franquicia galáctica. De este modo, llevando a cabo una película que sea a la vez refrito de La guerra de las galaxias (Star Wars, Gerge Lucas, 1977) y continuación argumental de la trilogía anterior contentan a los aficionados de toda la vida asegurando los suficientes elementos de conexión con las fantasías de su pasado y atrapan a toda una nueva generación con un producto que ya se ha demostrado exitoso en el pasado. Por tanto, criticable el poco riesgo creativo tomado, por supuesto, pero no puede achacársele a Disney lo erróneo de la decisión, pues como maniobra comercial era lo más indicado, y si existe una franquicia hoy en día que se aleje más del cine como arte y se asiente con firmeza en el cine como producto esta es sin duda Star Wars.


Es evidente la doble función de la película. Por un lado contentar desde la nostalgia al espectador más veterano que ha crecido con la trilogía original y por otro captar a nuevos espectadores y convertirlos en profetas de la saga del mismo modo que hizo la película original en 1977. Esto queda patente desde las propias líneas de texto que dan comienzo a la película.  “Luke Skywalker (Mark Hamill) ha desaparecido” apela al espectador veterano y a su esperanza por vivir de nuevo la experiencia, pero no queda explicado todo el contexto político e histórico que ha llevado a la galaxia desde el punto en que la dejamos al final de El retorno del Jedi (Return of the Jedi, Richard Marquand, 1983) hasta el comienzo de El despertar de la Fuerza 32 años después. La decisión es acertada pues coloca al espectador en la misma posición que cuando vio La guerra de las galaxias, emocionado con lo que está viendo pero al mismo tiempo extrañado con todo lo que tiene en pantalla, lleno de preguntas sobre el universo que se le está presentando. Se aleja pues, del concepto que usó George Lucas en las precuelas, en las que se esforzó por explicar hasta el último detalle del contexto sociopolítico que estaba teniendo lugar en el momento de la acción dirigiéndose claramente al aficionado más versado en la mitología de la saga. El despertar de la Fuerza, no va dirigida a este si no al público nuevo, busca la emoción de lo novedoso, de los desconocido, más que la satisfacción por la continuación de un universo con 30 años de desarrollo.


Pese a las múltiples similitudes estructurales y argumentales, no es tan fácil comparar El despertar de la Fuerza con La guerra de las galaxias si atendemos a que esta última en su origen era una película unitaria de la que no estaba asegurada ninguna continuación, mientras que la película que nos ocupa es claramente una película bisagra. El despertar de la Fuerza tiene un objetivo claro que es tomar el relevo de la trilogía clásica y dar comienzo a una nueva dejando que sea el episodio VIII el que plantee la novedad ya asentado desde su comienzo en esta nueva línea argumental. Para cumplir esta función de puente entre 30 años de historias, JJ Abrams utiliza de forma inteligente a los personajes ya conocidos para presentar a los nuevos aunque con diferentes funciones. Mientras que la princesa Leia (Carrie Fisher) –ahora general–, R2D2 o C3PO (Anthony Daniels) están ahí para mantener la sensación de continuidad, de permanencia en un mismo universo, Han Solo (Harrison Ford) es quién ejerce de maestro de ceremonias. Es él quien introduce a los nuevos protagonistas en la gran trama longitudinal de la saga –la lucha de la luz contra la oscuridad–, es él quien ejerce de nexo entre personajes clásicos y nuevos –como padre de Kylo Ren (Adam Driver) es literalmente la unión entre ambas generaciones– y es él quien finalmente ejerza, con su muerte, de punto de no retorno para los nuevos protagonistas. La muerte de Solo es el momento en que Rey (Daisy Ridley) y Kylo Ren –y en menor medida Finn (John Boyega) y Chewbacca (Peter Mayhew), y quizá Luke Skywalker pero eso está aún por ver– entran de lleno en la trama, es su momento de evolución personal, el acontecimiento que los impulsa hacia el desenlace de la película y el futuro de la saga. Solo es por lo tanto la chispa que comienza esta nueva trilogía. Y desde este planteamiento habría que entender El despertar de la Fuerza, no como una película unitaria, si no como el primer acto de una película mayor.


Si los personajes clásicos ejercen de acompañantes, son los nuevos los que acaban teniendo el protagonismo, y estos están todos escogidos siguiendo el patrón de la trilogía clásica. Rey es Luke Skywalker, Poe Dameron (Oscar Isaac) es Han Solo, Finn es una mezcla entre C3PO como elemento cómico y Princesa Leia como acompañante de sexo opuesto y Kylo Ren sería, claro, Darth Vader. De entre todos ellos, Rey es la más semejante a su homólogo; de Dameron parecen haberse perdido en sucesivas ediciones de la película varias escenas que lo desarrollen en profundidad y Finn es quizá el más novedoso y el de planteamiento más original. Pero si un personaje destaca sobre todos los demás este es Kylo Ren.

Kylo Ren, el gran villano de la historia es un villano muy diferente a Darth Vader. Kylo Ren, el hijo de Han Solo y la princesa Leia, nieto de Darth Vader, entrenado en la fuerza por su tío Luke Skywalker y caído en el lado oscuro es el gran villano shakespeariano. Ansia de poder, conflicto con el padre, renuncia a su mentor, problemas de temperamento, Kylo Ren es un enemigo mucho más interesante de lo que fue Darth Vader en La guerra e las galaxias. No olvidemos que el drama de Darth Vader se detalló en gran medida de forma retroactiva en las precuelas y que en la trilogía clásica apenas tenía dos pinceladas de desarrollo al finalizar los episodios V y VI, El Imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980, Irvin Kershner) y El retorno del Jedi . Lo que impactó de Vader en su momento y lo convirtió en uno de los personajes de ficción más conocidos de la historia fue su imponente presencia física y el misterio que se ocultaba tras su negro uniforme –no obstante en El imperio contraataca, Lucas se vio obligado a insertar un plano del villano sin casco para despejar las dudas de gran parte del público sobre si era un hombre o un robot–. Ante la imposibilidad de imitar a Vader, el camino opuesto era la decisión lógica. Mientras que con Vader se jugaba al misterio, con Kylo Ren se opta por el desarrollo. El camino que aquel tardó 6 películas en recorrer, este lo recorre en una. Hay una escena significativa al respecto cuando Ren está arrodillado frente al casco calcinado de Darth Vader, tomando su relevo, ansiando alcanzar su nivel, lograr lo que él logró. Lo que estamos viendo son las aspiraciones de Kylo Ren como personaje de ficción. Dotar a Ren de rostro humano, convertirlo en un joven torturado le aporta una humanidad y un drama del que carece cualquier otro villano de la saga, que por lo general son villanos sin doblez. Este es por fin el villano con dudas, con trasfondo, con emoción. Diametralmente opuesto al Darth Vader (David Prowse) del La guerra de las galaxias o al Darth Maul (Ray Park) de La amenza fantasma (Star Wars: Episode I – The Phantom Menace, Lucas, 1999) o al Conde Dooku (Christpher Lee) de El ataque de los clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones, Lucas, 2002)….


Acertada es también la elección de Abrams dirigiendo la producción. Un realizador que ya ha demostrado en otras ocasiones su solvencia a la hora de tomar un imaginario envejecido y darle una capa de pintura nueva, respetando lo antiguo y dándole un aspecto moderno, lo hizo con Star Trek (Id, Abrams, 2009), lo hizo con Super 8 (Id, Abrams, 2011), y de un modo u otro lo ha hecho en casi todas sus producciones. Abrams no solo retoma el universo Star Wars para actualizarlo si no que lo hace suyo mezclándolo con su propio universo para presentar una película que es tanto una parte de la gran saga galáctica como una película de JJ Abrams. Como esto último, El despertar de la Fuerza está lleno de secretos, secretos que provocan rumores y dan que hablar al aficionado, pero que en última instancia no tienen la menor importancia. Su única función es servir de vehículo para desarrollar a los personajes, para darles profundidad, personajes que lejos de ser planos tienen una profundidad insólita para una producción de estas características. Podríamos defender incluso el uso de una estructura argumental ya usada, pues al fin y al cabo, no es más que eso, la estructura, el esqueleto que permite construir sobre él. Lo que importa realmente son los personajes que crecen a partir de ahí, y esto es algo muy propio de Abrams. También en el apartado técnico, la elección de Abrams era la adecuada para llevar a cabo esta labor, su amor por lo analógico y su dominio de lo digital es uno de los factores que más influyen en que El despertar de la Fuerza recuerde más a la trilogía clásica que a las precuelas, demasiado digitales como para aguantar con entereza el paso del tiempo. El despertar de la Fuerza tiene un aroma real, y eso se nota en gran medida en las actuaciones de los actores que han tenido todo un mundo de referencia en el que actuar.


Star Wars: El despertar de la Fuerza es una película con un objetivo claro del que sale vencedora. Ejerce de enlace entre una película que, no olvidemos, se estrenó hace 32 años, y toda una nueva generación de espectadores, y prepara el terreno para una nueva saga que nacerá a partir de aquí. Y lo hace respetando enormemente toda una tradición, no solo argumental si no también en lo referente a una forma de hacer cine que en muchos aspectos inventó el propio Lucas con La guerra de las galaxias. Y aunque es cierto que se echa de menos una apuesta algo más arriesgada en lugar de reandar los caminos ya trazados, lo cierto es que en conjunto es una película trepidante y sólida que aprueba con notable tanto los aspectos técnicos como artísticos y de la que las mayores faltas que se le pueden achacar provienen de la nostalgia y de 32 años de fantasías.